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El renacer de la mirada cinematográfica

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Luis Brun
 31/08/2014 / Publicado en La Ramona
 



A una semana de su conclusión, el Festival de Cine Documental A Cielo Abierto sigue dando que hablar y escribir. Así se explica que estas páginas estén dedicadas a revisar tres de los filmes que se exhibieron durante su desarrollo: El corral y el viento (2014), de Miguel Hilari, Los girasoles (2014), de Martín Boulocq, y Chircales (1971), de Marta Rodríguez. De los dos primeros, ambos documentales bolivianos, se ocupan dos colaboradores regulares de este suplemento; mientras que del tercero, una histórica producción colombiana, sescriben dos de las personas que participaron del taller dedicado a la obra de la documentalista que fue homenajeada por el festival organizado por el Centro pedagógico y cultural Simón I. Patiño. A estos últimos agradecemos su compromiso y desprendimiento para intervenir en las sesiones del taller, contribuir con sus textos y permitirnos publicarlos en esta edición.
El pasado 22 de abril se estrenó en Cochabamba el documental El corral y el viento, en el marco del Festival Latinoamericano de Cine Documental A Cielo Abierto. Considero a ésta la mejor película de la muestra oficial y una de las mejores que se ha producido en Bolivia en los últimos años.

Lo que plantea Miguel Hilari, autor de la película en cuestión, es buscar nuevas formas de producción del cine, con todo lo que esto implica: nuevas formas de mirar, nuevas formas de contar y hacer cine, como lo ha mencionado varias veces en foros o encuentros. Con el Corral y el viento, esta posición adquiere total coherencia, adquiere cuerpo y rostro. La película propone una forma distinta de aproximación a la realidad e interpela a otros realizadores. Nos dice a todos que las formas industriales del audiovisual nos están carcomiendo. Esta interpelación alcanza a obras bolivianas que se esfuerzan en imitar formas de producción del maistream hollywoodense (las más), y también a obras que pretenden forzadamente enmarcarse en algún discurso del arte contemporáneo (las menos) para finalmente ser parte de otra tendencia o moda, menos masiva, pero que, de igual manera, revela ciertas reglas camufladas.

La incomodidad de Hilari con estos esfuerzos infructuosos radica en la desconexión que plantean con nuestro contexto. El reto no es cosa fácil, el temor a perder el capital invertido, el temor a no encajar en el perfil artístico de cierta corriente o el temor a no ser entendido, son fobias legítimas y peligrosas motivaciones que casi siempre filtran el resultado final. Ante esto, El corral y el viento es enfático desde el inicio: no hay reglas para ver, o al menos esas lógicas íntimas, propias, que plantea la película, deben ser descubiertas, así como fueron descubiertas al ser grabadas. Las secuencias transcurren casi siempre con pulsiones internas más que por artificios de montaje. La cámara se posa sobre situaciones sorprendentemente simples. Y no vi desde hace tiempo a un público reírse, conmoverse o cuestionarse tanto como con esta película; un público diverso, doy fe de eso. Pero el objetivo no es apuntar a un público como hace la publicidad, ni valerse de mañas como sublimar a lo popular, mitificar a lo indígena o plastificar la pobreza, se me ocurre, todas posturas (poses) conscientes e inconscientes, que revelan su falsedad en la fórmula, en el paradigma que se repite una y otra vez.

El Corral y el viento no es fácil de describir o, dicho de otra manera, no acepta una descripción convencional. Hilari se suscribe definitivamente en la muerte de la narración, discurso propio del pensamiento llamado posmoderno, pero, al mismo tiempo, está consciente de que no puede haber posmodernidad en un país que nunca fue moderno. Su búsqueda es la búsqueda que le exige el espacio, la historia que él encara y que sirve de génesis. Ésta, de poderosas connotaciones, se remonta décadas atrás, cuando el tío de Miguel Hilari, originario de la comunidad indígena de Santiago de Okala, es encerrado en un corral de burros por querer aprender español o, como el mismo Hilari lo dice en voz en off sobre un lienzo del templo de Carabuco: “el idioma de los conquistadores”.

Este hecho que solo se menciona de manera verbal a mitad del documental impregna la multiplicidad de sentidos en la imagen desde el principio hasta el final. Hilari sugiere todo el tiempo, no cae nunca en convencionalismos. La imagen es clara, libre y poderosa como muy pocas veces se ha visto en películas actuales del cine boliviano. La mirada se potencia y se libera cuando sale al encuentro de las maravillas que la realidad ofrece, sin grandes pretensiones más que buscar, en este caso, buscarse en los espacios y especialmente en las personas de la comunidad. Buscarse en los niños que se disfrazan, cantan o declaman alguna poesía típica de las horas cívicas que se arman en los colegios, buscarse también en los paisajes, en los animales, en la mirada de su tío.

Hay otra convención con la que Hilari no comulga, esa ingenua que pretende tener una mirada neutral para hacer desaparecer la cámara y observar como una mosca en la pared. En El corral y el viento, la cámara es parte del espacio, porque no puede ser de otra manera, porque ésta condiciona inevitablemente lo que dicen y hacen los personajes que registra y porque es la herramienta de su mirada, mirada que renace justamente con el relato cinematográfico.

En el final, lúcido en su construcción y conmovedor en su resultado, El corral y el viento plantea la tesis: también somos lo que dejamos, somos esas fracturas que Bolivia tiene entre el campo y la ciudad, entre el mundo de afuera y las profundidades de la montaña, por la diferencia, por las distancias, por las ausencias y el transcurrir del tiempo.

lr.brun.oropeza@gmail.com


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