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Chircales, una tesis audiovisual

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Hugo Gumiel Chacón

En el documental Chircales, Martha Rodríguez, realizadora colombiana, nos muestra un argumento de denuncia y de enfado. Son imágenes que redescubren, desmadejan una sociedad de políticos, militares y la religión, nos introducen a estas castas sociales que son apoyadas por las fuerzas militares. Símbolos, botas, armas, espadas con empuñaduras de cruz, manifestaciones, tumultos con pancartas.

Están la ciudad y los progresos, la tolerancia en pluralidad de los habitantes, por la democracia, el sufragio, el voto de los pobres y ricos, de citadinos y campesinos. Pero la cinta se queda anclada con los desposeídos, el campesino pobre; contraste de imágenes donde reina la tiranía del hambre y la dictadura de la pobreza.

El campesino no conoce los servicios básicos, no conoce la escuela. Solo está presente su trabajo de esclavo junto al animal, la mula que muele la tierra para hacer el barro. Toda la familia está involucrada, produciendo ladrillos, que, al final de una jornada, se cuentan en más de 600 unidades.

Chircales muestra en primeros planos las habilidades del amasado del barro y el manejo de la adobera de cinco celdillas. Metafórica es la imagen de los cuadros que se complementan, las dos trituradoras: una de tierra y la otra de alimentos. Barro y alimento, el barro para los ladrillos y los residuos de alimentos para los animales, perros y gallinas. El pobre comparte con otras bocas.

Los ritos religiosos se deben cumplir como “Dios manda”, con todas las normas. El rito de la primera comunión y de la muerte, donde no se repara los gastos a pesar de la pobreza, revela contrastes: imágenes y contenido.

Este documental artesanal es un producto de vivir cinco años en medio de esta familia que resultan actores naturales, desinhibidos, sueltos, imágenes que denuncian. ¡La pobreza en el campo!

Chircales coloca el dedo en el lugar preciso de la infección. Es una tesis audiovisual. Comienza con una introducción a la “democracia” de los políticos apoyada con los militares. El tema central es la familia, el trabajo de la ladrillera en el campo y su pobreza. La conclusión: la muerte que continúa con la vida.
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Chircales: Un poema antropológico testimonial

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Patricia Aguilar Chavarría / Publicado en La Ramona

Sobre la trama de lo social y la urdimbre de tiempo-espacio, esta obra fílmica de Marta Rodríguez es un poema antropológico testimonial de la Colombia de los 60, específicamente de un barrio al sur de la ciudad de Bogotá.

La inserción de los cineastas Marta y Jorge (Silva) en el ámbito de Tunjuelito, específicamente en la familia Castañeda, permitió mostrar la cruda situación de las familias desplazadas del campo, escapando de la violencia rural para caer en otra violencia, la de explotación citadina. De la tierra de producción agrícola a la tierra de producción ladrillera fue un cambio, sin cambio.

Al tratarse de un documental de índole social, el compromiso de Marta ante esta situación de explotación se plasma en las tomas que realiza, cuya iconicidad evidencia esa realidad en los planos enteros, especialmente de los niños, que muestran psicológicamente la responsabilidad que han asumido, no por decisión propia. El contrapicado los ensalza en el tremendo esfuerzo que no está a su escala. La película en blanco y negro enfatiza el dramatismo de esas vivencias.

De manera poética, a los pequeños protagonistas se los enfoca en planos de detalle y primerísimos y primer plano que connotan que esos niños y niñas sacrifican su infancia para conseguir unos mendrugos de pan para subsistir. Con pies descalzos, sus pequeñas maños arañan la tierra, sus espaldas se encorvan ante el peso no solo físico. Su futuro está marcado como la de los mayores.

Con un tild up se narra el agotamiento físico y psicológico de esos pies que todavía sostienen al cuerpo estropeado por el esfuerzo físico, las manos laboriosas y maltratadas creadoras de su sustento diario, el rostro surcado por líneas vivenciales indelebles y un paneo que desemboca en el rostro de uno de sus hijos, signo de una esperanza que tal vez sea igual de dura; es esa madre silenciosa que arrastra su vida junto a su numerosa familia.

Escenas brumosas, casi oníricas donde se diluyen los personajes, marcan y recortan esta historia, y al mismo tiempo representan a los que no tienen historia. A través del fondo sonoro estas tomas retornan a la realidad de lo que Marta y Jorge quisieron mostrar.

Todo el cuerpo curtido por el barro, el sol, la lluvia, agobiado por el esfuerzo físico, pero mucho más por la impotencia interior de no poder elegir vivir como ser humano digno. En ese contexto transcurre la vida de estos habitantes. Después de cada agotador día, la limpieza de los rastros de su esfuerzo cotidiano no llega a limpieza de su alma, ya que las huellas de sufrimiento quedan marcadas e indelebles en la profundidad de su ser.

Es constrastante ver el recorrido de la niña vestida de gasa, ante ese escenario rudo y crudo. La blancura y transparencia del vestido etéreo que connota alegría, inocencia, tranquilidad, esperanza y certidumbre está inserta en el entorno áspero, árido, cruel y cotidiano de esas personas sin esperanza. Aquí, el mensaje que la fuerza de la costumbre religiosa impone implica, por un lado, que a la niña la ubica en otra realidad ajena, dándole una pausa ante su cotidianidad abrumadora, y, por el otro, que el esfuerzo físico y material del trabajo arduo se redobla e implica que se sacrifica unos mendrugos de pan para el resto de la familia. No saben si el día de mañana vendrá para ellos, es un devenir cargado de pesadumbre e incertidumbre.

Con ellos convive la compañera infaltable de la enfermedad y la muerte. Un día se tiene algo y al siguiente ya no se está. Vinieron con poco y se van literalmente sin nada, a excepción de esa dura experiencia.

Este documental retrata, como un eco que repercute, la situación lacerante que se vive en otras latitudes, no solo en Latinoamérica, sino en el mundo entero.
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Los girasoles: otro cine es posible

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Sobre el filme de Martín Boulocq que se estrenó en el festival A Cielo Abierto

Ante la actual - con pocas excepciones- debacle del cine nacional, uno se va cuestionando dónde quedó la ilusión de cuando una producción boliviana se estrenaba. Hay sin embargo una nueva corriente alejada de los estrenos comerciales, que se esfuerza por difundir sus producciones por otros rumbos, con otros discursos, historias y estéticas, caracterizadas por ser más o menos transgresoras y experimentales.

De esa corriente vimos muchas obras en el II Festival Latinoamericano de Documental A Cielo Abierto, que se realizó la anterior semana en el Centro Simón I. Patiño. Se efectuaron proyecciones de filmes de Eduardo Coutinho (Brasil), Marta Rodríguez (Colombia), Flavia de la Fuente (Argentina) y de realizadores bolivianos como Miguel Hilari, Sergio Estrada, Sergio Bastani y Martín Boulocq.

Este último estrenó Los girasoles, su más reciente cinta. Se trata de una propuesta que parece seguir la estela de su anterior película, Los viejos (2011), apostando por un cine más de autor y contemplativo. Se nos presenta como protagonistas a las flores de un bodegón. Inspirado en el cuadro “Danza de girasoles” del pintor cochabambino Gíldaro Antezana, el documental retrata y explora la amenaza de muerte en el microcosmos de una habitación del cuarto piso de un edificio.

Los girasoles es una propuesta peculiar por cómo aborda la temática y el tiempo en el que transcurre el espacio que envuelve a las flores. Éstas funcionan como testigos del espacio alrededor de ellas, como si se tratara de narradoras que registran el ciclo de nuestras vidas; también funcionan como un espejo de nuestra luz, apogeo y decadencia.

Los recursos visuales son sugerentes. Se juega no solo con lo que acontece desde la quietud, sino también con el espacio inmediato. Si uno observa detalladamente, puede percibir el movimiento de la calle en algunas escenas, lo que hace sentir el paso del tiempo como un asesino de masas. Así, la vida no es más que un registro de dónde y cómo nos vemos.

Los girasoles es un filme que puede generar distintas percepciones, es quizá en ese hecho en el que recala su riqueza simbólica. La fotografía, que a ratos es bellísima, se complementa con la música de Nicolas Uxusiri, logrando momentos cumbre, de esos en los que la conjunción de imagen y sonido alcanza una brillantez con tonos oscuros y grises.

Así como sus características hacen de Los girasoles algo destacable, también le restan méritos. La película de Boulocq puede extenderse un poco de más en todo lo que intenta reflejar. Incluso podría ser más considerada como un videoarte. La intencionalidad del realizador puede verse sobrepasada por la pretensión. Igual que la “Sinfonía n.º 10 en mi menor” de Shostakóvich (que según Boulocq sirvió de inspiración a la hora de filmar), cuando se estrenó en 1953 en Leningrado, Rusia, la película puede generar opiniones mixtas.

Los girasoles es un filme introspectivo que a momentos alcanza la grandeza, como en la escena del clímax entre la noche, las flores, la luna y la música como cómplice. El documental está cuidado visualmente de forma muy minuciosa, expresando a través de unos personajes peculiares los sentimientos y pasiones del hombre, pero con algunos excesos que se pueden volver cansinos.

El festival A Cielo Abierto, tal como dijo el crítico de cine argentino Quintín, invitado al acontecimiento, “es de los más chicos del mundo, pero también de los más acogedores”. Se constituyó como una gran opción frente a la mediocridad de algunas (muy recientes) producciones nacionales, demostrando que no todo el público cinéfilo está en las multisalas y que otro cine es posible.

Andrés Rodríguez R.
dabolar@gmail.com
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Andreu: Los festivales de cine pueden ser escuelas de la mirada

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Uno de los conversatorios posteriores a la proyección de los documentales del Festival A Cielo Abierto, celebrado en el teatro al aire libre del Centro Simón I. Patiño. Steve Camargo
No trajo películas, pero sí mucho cine. La española Marta Andreu dictó, en el marco del II FestivalLatinoamericano de Cine Documental A Cielo Abierto, que organizó el Centro Simón I. Patiño entre el 19 y 23 de agosto, una conferencia magistral sobre el documental de creación contemporáneo. Por la lucidez y la cultura cinéfila que derrochó esta productora y formadora, especializada en talleres de escritura de cine y evaluación de proyectos documentales, no pocos dudaron en grabar su charla. Grabada fue también la entrevista que concedió a este medio para dimensionar la relevancia y el impacto creativo y social de los festivales de cine.

P: ¿Qué valoración le merecen los festivales de cine chicos como el A Cielo Abierto de Cochabamba?

R: Los festivales chicos me atraen muchísimo. Un festival grande con muchos recursos económicos puede llevar mucha gente, facilitar que se compartan espacios y se intercambien películas y criterios. En cambio, un festival pequeño puede focalizarse, cuidar el objeto, ser mucho más selectivo, tener una línea editorial fuerte, generar actividades que van poco a poco instalándose en la comunidad y, sobre todo, ser un foco de cinefilia y de amauterismo, en el buen sentido de la palabra, de amar lo que hacemos, cuidarlo, profundizarlo. Realmente pueden convertirse en escuelas de la mirada.

P: ¿Qué perspectivas le ve al Festival A Cielo Abierto?

R: Después de haber estado en la segunda edición del festival, veo que promete, siempre que se haga con dedicación, con tino, con mucha exigencia, con nada de condescendencia. Las películas que están en el festival tienen que ser las mejores. Y cuando digo las mejores hablo de las más exigentes, las que buscan, las que se inventan, las que se preguntan, las que reinventan, las que encuentran el equilibrio entre la forma y el fondo.

A Cielo Abierto no puede permitirse el lujo de ser un festival perezoso.

P: ¿Cuál es el camino para evitar la pereza?

R: El festival tiene la obligación de mirar más allá, de ser incisivo, de ser provocador, pero no en el sentido de insultante, sino en el sentido de que sacuda al que venga. Que aquel que venga sienta que algo es distinto. Que si escucha hablar a alguien en el festival, le haga repensar en lo que hace, que le provoque ganas de seguir haciéndolo o de hacerlo de forma distinta, de moverse, de conocer al otro. Me parece que los lugares pequeños son ideales para eso.

P: ¿Qué importancia tendrán los festivales de cine para los cineastas, los públicos y las poblaciones que los acogen?

R: Tienen importancia absoluta. En el caso de los festivales pequeños me parece muy importante el ejercicio de llevar las películas al espectador.

Por mi experiencia puedo decir que el cine es solo cine, pero también más que cine. Hay algo más y ese “algo más” creo que somos las personas que podemos generar este tipo de lugares de encuentro, que tenemos la responsabilidad y deberíamos tener el deseo de hacerlo. El festival, en sí, es un lugar de encuentro, intercambio, conocimiento y reconocimiento; un lugar en el que se aprende, pero también se desaprende.
Me parece importante que el festival sea un lugar que le dé cosas al lugar que lo acoge, que abra sus puertas a la gente, que invite, no por ser paternalista ni por vender, sino por entender que nuestro cine existe porque existe un mundo. Entonces, se trata de devolverlo, de devolver la mirada a su origen.

Festival ofrece pantallas con otro tipo de contenidos

El crítico peruano John Campos fue invitado al Festival A Cielo Abierto para dictar un taller de crítica junto con el argentino Eduardo Antín (popularmente conocido como Quintín). Así también condujo un conversatorio sobre una de las películas de la muestra. En su condición de director del Festival de Cine de No Ficción Transcinema de Perú y programador de secciones de otros eventos similares de América Latina, Campos valoró la experiencia del A Cielo Abierto y ponderó la importancia de los festivales de cine en contextos como el boliviano.

P: ¿Cuál es la importancia de los festivales en términos de formación de públicos?

R: Los festivales de cine son importantes porque posibilitan que las pantallas de cine tengan otro tipo de contenidos, por lo menos durante una semana. Esto debe ser el punto culminante de una actividad de programación que se dé a lo largo de todo el año. No hay peor festival que el que muestre algo específico y que después no lo vuelva a mostrar.

Más que para formación de públicos, considero que los festivales sirven como un entrenamiento de sensibilidad para gente interesada. Si bien los festivales no son de impacto completamente regional, sí pueden ayudar a mejorar la escena en muchos casos.

P: Además de su impacto sobre los públicos, ¿un festival ayuda también a forjar una escena de cineastas, gracias al acceso a obras y al intercambio con profesionales de otros lugares?

R: Es un buen punto. Depende mucho de qué tan institucional es el apoyo que recibe el evento. En el Festival de Cine de Valdivia (Chile), por ejemplo, la ciudad entera, que es chica, se vuelca al festival. Como es el más antiguo de su tipo en Chile, sí ha permitido que los cineastas de los últimos años se hayan formado viendo películas en Valdivia y que su anhelo máximo sea estrenarlas en ese festival. Ya se vuelve como una mística. Así, los festivales pueden servir como convocatoria para oficializar una movida, superar su dispersión y funcionar como manifiesto visible de esa movida.

P: ¿Qué criterio le merece el Festival A Cielo Abierto?

R: Lo que me gusta de este festival es que tiene una preocupación por formación de públicos, que la hace explícita con los talleres y con los conversatorios de los cineastas con el público asistente. Hay una coherencia por hacer llegar ese discurso de distintas maneras.

“Son urgentes para la formación de públicos”

El crítico de cine paceño Sergio Zapata impartió un taller en el A Cielo Abierto. Como coordinador del recién nacido Festival de Cine Radical de La Paz, aprovechó la visita para analizar cuál es el lugar de los festivales en el medio boliviano.

P: ¿Contribuyen los festivales a formar públicos para el cine ahí donde se organizan?

R: Los festivales tienen un target específico y generan una identidad en los propios centros urbanos donde se hacen.

P: ¿Esa identidad puede incidir sobre las ciudades que acogen los festivales?

R: En torno a la identidad que generan se potencia una marca, que puede ser de un espacio, de una institución, de un mismo municipio o ciudad o, incluso, de un país. Ése es el gran valor de los festivales.

Sin embargo, en nuestro contexto específico, los festivales sí son urgentes para la formación de públicos. Los mejores ejemplos de esto en La Paz son los festivales de jazz y danza en torno a los cuales se han formado profesionales y públicos, que ya esperan por ellos y los han vuelto en parte de su rutina formativa.

P: En cuanto al Festival de Cine Radical de La Paz, ¿cree que tenga un impacto sobre la creación o consolidación de una escena de realizadores bolivianos?

R: En el lugar donde se hace el festival en La Paz, que es la Casa Espejo, ya se habían estrenado cortos y largos nacionales, con la autorización de sus directores. Por eso, llegado el festival, tres realizadores insistieron en estrenar sus trabajos ahí. En eso puede verse un intento de una mística que está surgiendo en torno al espacio. Ahora, el tiempo dirá si esto se convierte en un fenómeno del festival.

P: ¿Los festivales inciden en los criterios de exhibición de los cineastas?

R: En Bolivia ya hay cineastas que no tienen esa idea ingenua de que deben estrenar en salas comerciales. Saben que ésa no es la única plataforma de visibilización de su trabajo, sino que ya consideran otras, como el cineclub, la televisión, internet o los festivales, que les pueden dar cierto estatus.

Buscamos espectadores creativos y comprometidos

El Festival A Cielo Abierto abre sus espacios para convertirse en el lugar próximo, íntimo y cercano, donde los ojos del público resplandezcan ante la luz de los documentales latinoamericanos que participan en las muestras y ante las ideas que los profesionales del cine y documental internacionales y nacionales compartieron en los talleres y charlas magistrales programadas para el festival...

Recordar y revisitar la obra de los grandes maestros del documental latinoamericano es una tarea que el festival emprende pensando siempre en la formación del público y del medio documentalista...

El espíritu del festival es el de inculcar la libertad de mirada en el público, una libertad ganada con conocimiento, con formación, con trabajo y consciencia. Es por eso que el festival este año hizo especial énfasis en la formación crítica del público, pero también de los críticos, pues en su ejercicio crítico es donde reside la democratización de criterios de lectura, de intercambio de saberes y del surgimiento de una sociedad de personas formadas y cultas con participación masiva y crítica en los procesos de construcción y expresión cultural. En el aspecto formativo, esta versión del festival organizó varios talleres en torno a la crítica cinematográfica y a la realización documental, como el “Taller criticar la crítica”, en el marco de las 2das Jornadas de Periodismo Cultural, y el “Taller de Archivo y Cine Reciclado”...

Con todas estas actividades, con toda esta ilusión, el Centro pedagógico y cultural Simón I. Patiño, dependiente de la Fundación Simón I. Patiño, aseguró una segunda versión del Festival A Cielo Abierto buscando que las miradas del público se enciendan y se incendien bajo el cielo de Cochabamba y que iluminen a la sociedad para construir hombres creativos, activos, comprometidos.


Santiago Espinoza A. | 31/08/2014 |  
Publicado en La Ramona

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Días intensos

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Días intensos de la primera jornada de trabajo en la XXXXX, esta actividad fue realizada gracias a la participante todos nuestros amigos,




















www.flickr.com/photos/127479431@N04/
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El renacer de la mirada cinematográfica

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Luis Brun
 31/08/2014 / Publicado en La Ramona
 



A una semana de su conclusión, el Festival de Cine Documental A Cielo Abierto sigue dando que hablar y escribir. Así se explica que estas páginas estén dedicadas a revisar tres de los filmes que se exhibieron durante su desarrollo: El corral y el viento (2014), de Miguel Hilari, Los girasoles (2014), de Martín Boulocq, y Chircales (1971), de Marta Rodríguez. De los dos primeros, ambos documentales bolivianos, se ocupan dos colaboradores regulares de este suplemento; mientras que del tercero, una histórica producción colombiana, sescriben dos de las personas que participaron del taller dedicado a la obra de la documentalista que fue homenajeada por el festival organizado por el Centro pedagógico y cultural Simón I. Patiño. A estos últimos agradecemos su compromiso y desprendimiento para intervenir en las sesiones del taller, contribuir con sus textos y permitirnos publicarlos en esta edición.
El pasado 22 de abril se estrenó en Cochabamba el documental El corral y el viento, en el marco del Festival Latinoamericano de Cine Documental A Cielo Abierto. Considero a ésta la mejor película de la muestra oficial y una de las mejores que se ha producido en Bolivia en los últimos años.

Lo que plantea Miguel Hilari, autor de la película en cuestión, es buscar nuevas formas de producción del cine, con todo lo que esto implica: nuevas formas de mirar, nuevas formas de contar y hacer cine, como lo ha mencionado varias veces en foros o encuentros. Con el Corral y el viento, esta posición adquiere total coherencia, adquiere cuerpo y rostro. La película propone una forma distinta de aproximación a la realidad e interpela a otros realizadores. Nos dice a todos que las formas industriales del audiovisual nos están carcomiendo. Esta interpelación alcanza a obras bolivianas que se esfuerzan en imitar formas de producción del maistream hollywoodense (las más), y también a obras que pretenden forzadamente enmarcarse en algún discurso del arte contemporáneo (las menos) para finalmente ser parte de otra tendencia o moda, menos masiva, pero que, de igual manera, revela ciertas reglas camufladas.

La incomodidad de Hilari con estos esfuerzos infructuosos radica en la desconexión que plantean con nuestro contexto. El reto no es cosa fácil, el temor a perder el capital invertido, el temor a no encajar en el perfil artístico de cierta corriente o el temor a no ser entendido, son fobias legítimas y peligrosas motivaciones que casi siempre filtran el resultado final. Ante esto, El corral y el viento es enfático desde el inicio: no hay reglas para ver, o al menos esas lógicas íntimas, propias, que plantea la película, deben ser descubiertas, así como fueron descubiertas al ser grabadas. Las secuencias transcurren casi siempre con pulsiones internas más que por artificios de montaje. La cámara se posa sobre situaciones sorprendentemente simples. Y no vi desde hace tiempo a un público reírse, conmoverse o cuestionarse tanto como con esta película; un público diverso, doy fe de eso. Pero el objetivo no es apuntar a un público como hace la publicidad, ni valerse de mañas como sublimar a lo popular, mitificar a lo indígena o plastificar la pobreza, se me ocurre, todas posturas (poses) conscientes e inconscientes, que revelan su falsedad en la fórmula, en el paradigma que se repite una y otra vez.

El Corral y el viento no es fácil de describir o, dicho de otra manera, no acepta una descripción convencional. Hilari se suscribe definitivamente en la muerte de la narración, discurso propio del pensamiento llamado posmoderno, pero, al mismo tiempo, está consciente de que no puede haber posmodernidad en un país que nunca fue moderno. Su búsqueda es la búsqueda que le exige el espacio, la historia que él encara y que sirve de génesis. Ésta, de poderosas connotaciones, se remonta décadas atrás, cuando el tío de Miguel Hilari, originario de la comunidad indígena de Santiago de Okala, es encerrado en un corral de burros por querer aprender español o, como el mismo Hilari lo dice en voz en off sobre un lienzo del templo de Carabuco: “el idioma de los conquistadores”.

Este hecho que solo se menciona de manera verbal a mitad del documental impregna la multiplicidad de sentidos en la imagen desde el principio hasta el final. Hilari sugiere todo el tiempo, no cae nunca en convencionalismos. La imagen es clara, libre y poderosa como muy pocas veces se ha visto en películas actuales del cine boliviano. La mirada se potencia y se libera cuando sale al encuentro de las maravillas que la realidad ofrece, sin grandes pretensiones más que buscar, en este caso, buscarse en los espacios y especialmente en las personas de la comunidad. Buscarse en los niños que se disfrazan, cantan o declaman alguna poesía típica de las horas cívicas que se arman en los colegios, buscarse también en los paisajes, en los animales, en la mirada de su tío.

Hay otra convención con la que Hilari no comulga, esa ingenua que pretende tener una mirada neutral para hacer desaparecer la cámara y observar como una mosca en la pared. En El corral y el viento, la cámara es parte del espacio, porque no puede ser de otra manera, porque ésta condiciona inevitablemente lo que dicen y hacen los personajes que registra y porque es la herramienta de su mirada, mirada que renace justamente con el relato cinematográfico.

En el final, lúcido en su construcción y conmovedor en su resultado, El corral y el viento plantea la tesis: también somos lo que dejamos, somos esas fracturas que Bolivia tiene entre el campo y la ciudad, entre el mundo de afuera y las profundidades de la montaña, por la diferencia, por las distancias, por las ausencias y el transcurrir del tiempo.

lr.brun.oropeza@gmail.com


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En imágenes Jueves 21

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Tercer día de actividades este Jueves 21
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